
Si alguna vez vas por allí, sigue recto como te digo por la carretera esa que hay de tierra, y pasado el pueblo, mucho después, verás así a lo lejos, por el lao de la izquierda, una loma muy alta, aunque si tienes carro podemos ir juntas si quieres y yo misma te la enseño porque… ya no estará, pero encima de la loma esa había hace ya muchos años, sesenta y pico casi, una chocita de mala muerte donde daba clases un maestro así viejito pero muy bueno que fue con el que yo empecé a estudiar por primera vez a la edad de siete años, cuando ya todos nosotros nos fuimos definitivo de aquí del campo pá el Escambray. Pero un día el maestro se murió y entonces empezaron a venir otros maestros de Santa Clara, pero como no podían venir todos los días hasta allí, entonces cogieron y a los que éramos más mayores, como yo, que estaba en noveno grado ya cuando aquello, nos pusieron a dar clases a los más pequeños. Y así fue cómo me hice profesora en aquella escuelita que te digo. Sí, m’hija, yo también limpiaba las aulas, repartía los libros a los muchachos y todo eso porque yo era conserje, conserje de esa escuela y empecé a trabajar allí en esa escuela mismo para ganar otro dinerito más y ayudar así a mi familia porque como mi madre era ama de casa y mi padre, carretero, pues ya tú sabes cómo era eso. Luego después, cuando nos vinimos pá acá otra vez, seguí dando clases aquí también, lo que entonces eran los padres de los muchachos los que me pagaban y no el Estado porque, claro, al ver que no me daban el papel aquel, nosotros pusimos una escuelita en nuestra propia casa. Mi hermana una en la suya y yo otra en la mía. Ella tenía ocho alumnos y yo siete. Y ahí los tuvimos hasta que aprendieron como un cuarto grado o algo así y ya los padres se pudieron mudar de allí y llevarlos a otro sitio para hacer otros grados porque nosotras no se lo podíamos dar, aunque hubiésemos sabido porque yo tenía mucho libro, muchos libros que me había traído del Escambray, pero no podíamos porque... ¡Figúrate! No nos dejaban dar ni clases particulares siquiera y eso que antes no es como ahora que si hay tres niños hacen una escuela. Antes no. Antes tenía que haber más de quince o veinte por lo menos pá hacer una porque no había tantos maestros. Fíjate si es así que ahí la primera escuela la hicieron en el 64, un semi-internado que estaba a más de cuatro kilómetros de donde nosotros vivíamos y muchos niños tenían que ir incluso a caballo, pero ya allí la Revolución lo ayudó hasta ahí y mucho más, porque algunos de ésos luego se hicieron hasta profesores y todo. Pero bueno, eso ya fue después que yo los preparé y los adelanté, y mi hermana igual con los suyos, que verdad que aquello nos costó sudor y lágrimas porque… ¡Qué criaturas aquellas! Nunca habían visto un libro... ¡Qué va! Se ponían a llorar y todo porque no… no querían aprender y no había forma de meterlos en cintura, desde que los tenías que enseñar a comportarse primero y después a explicarse también. Mira, yo me acuerdo de una niña, que después no sé que habrá sido de ella, que me decía: “Maestra, maestra”. Y yo le decía: “¿Qué quieres mija?”. Entonces ella: “Mmmmm… ¡Ay, mira maestra, qué mariaposa más bonita!”. Y yo: “Ayyy, Estherciiita, no digas “mariaposa”, es ma-ri-po-sa. Anda vamos. Vamos a escribir “mariposa”, dale”. Pero ella: “No, maestra Lilia, no –porque tampoco sabía decir Odilia–. Yo no quiero escribir a la mariaposa. Yo sólo quiero jugar con ella”. No, no, ¡vaya! Aquello era terrible. ¡Pobrecitos! Ni hablar sabían algunos.